Me había levantado hace unas horas, no hice más que observar la ventana y lo que había en el exterior. Algunas flores que eran de mi madre, otras que solo persistían gracias al dolor de sus espinas, eso veo desde aquí.
Hoy quise comer, pero no hallé un lugar cómodo, ni una comida (no había), entonces me tiré en el suelo a ojear unas cartas que solía usar a veces como nave espacial con la que podía ir a donde más me gustara, hacia el lugar con el que tanto sueño, lleno de manjares y leche caliente. Revoloteo un mazo y terminan en el suelo, así como yo.
En mi cabeza, creo que soy fuerte, como una casa de ladrillos, ¡la lluvia no la derrumba ni con una tormenta! Pero aún seguía en el suelo y mi madre ya no estaba para colocar un balde en la gotera o subir al techo y tender una lona. Sé que se ocupó de que no tuviera frío, porque sobre la silla yacía su único abrigo. Pobre mamá, ¿estará en un lugar calentito? Supongo que sí, me gustaría estar con ella, pero se ha ido.
Unos ruidos nacieron de mi estómago y supe que eran ellos otra vez, los soldaditos del hambre. Mamá me reveló que cada vez que mi panza crujiera, estos se encontrarían luchando en una batalla contra las ganas de comer; en ese momento solté “¿Y cuándo van a dejar de hacer ruido? Me molestan, mami”; le costó contestarme, como de costumbre, “Hay dos maneras, comiendo o ayudándolos. Sólo necesitan saber que estás de su lado y que los comprendés, para eso tenés que decirle a tu mente que pronto se acerca lo mejor y que todos sabemos que van a triunfar, como siempre. Por supuesto que dejarán de lanzar bombas en tu pancita, hijo. Algún día dejarán de hacerlo”. La abracé, jamás me cansaba, pero mamá hoy en Navidad no aparece y estoy encerrado sin poder saludar a los vecinos, grito, pataleo, lloro, caigo… y finalmente, me duermo.
Risas se escuchan a unos metros y Javier se retuerce, un poco, para acobijarse y no perder esa felicidad en su profundo sueño y otro poco por la perseguidora incomodidad del suelo. La alegría se intensifica y parece aproximarse para tocar la puerta de su penoso despertar solitario; adormecido, frota su ojo derecho con su mano favorita y mira por el recuadro de madera plástica al que le llama ventana, los niños corren con destellos de luz en sus dedos y el pequeño no entiende esa magia que desprenden, no sólo de sus dedos sino de sus sonrisas, sus rostros; era inalcanzable, lucía imposible y eso para Javier en la tan ansiada noche del veinticuatro se convirtió en plegaria. Recordó a su madre tan lejana entre el vacío de las cuatro láminas y el sonido de los fuegos artificiales, ya ni las flores podía ver. Quería una víspera con su madre, la quiere a ella por sobre todos los regalos, porque desde que tiene memoria, sentía que Dios le había dado el presente más hermoso de la vida: su mamá, que hoy sólo estaba en su memoria. No le importaban sus promesas o sus ojeras oscuras, ni mucho menos los ojos con los cuales una vez tuvo una conversación intensa que sólo ellos comprendieron.
Asustado se recarga contra la lámina junto a la silla que raramente usan y el golpe hace que sus labios comiencen a temblar a medida que los pasos se acercan y, en un intento de bloquear el miedo, cubre su cara con los brazos en forma de cruz. La luminosidad tiñe la habitación y el pequeño voltea su mirada hacia la puerta abierta de par en par esta vez, lágrimas caen por sus mejillas y algunas quedan en sus pies descalzos. Ha llegado su ángel y trajo consigo más de lo que Javier podría pedir, como si todas las navidades desprendieran de los años pasados: un árbol lleno de vida y frutos de todos los colores. Y esta sería su Navidad, porque su madre ahora está en el cuarto y le da un abrazo al niño, con una bufanda en el cuello y un plato repleto de ensalada en la mesa.
–¿A dónde has ido… mamá?
–No pude decírtelo, pero hoy por fin es Navidad. No podía llegar a casa con las manos vacías, otra vez, con los zarpazos en mi corazón destruido. Tenía que repararlo para ti, mi hijo –lloró tanto, que mocos salían de su nariz– pero he de lamentar haberte dejado a merced del borde. –Aún faltan cinco minutos para las doce, ¿podemos salvar la Navidad? –y se fueron a la calle, a un mejor lugar para vivir. Porque el destino quiso que el milagro los persiguiera hasta el último día de sus vidas.
Sobre la autora:
Florencia Gianini, 17 años, nació en Paraná, Entre Ríos.
De chiquita sus papás le leían cuentos infantiles, como "El Cascanueces", "Caperucita Roja", "Blancanieves" y demás clásicos, que terminaba memorizando, a los tres años aprendió a leer y sus maestras jardineras le pedían que leyera cuentos a la clase. De allí, con el paso del tiempo, su amor por las palabras, los relatos, los libros, surgió. Comenzó a acercarse al mundo literario a los trece años, con cuentistas de diversos géneros como Oscar Wilde, Julio Cortázar, Edgar Allan Poe; se sumergió en las novelas, el suspenso, la ciencia ficción, el drama y la fantasía, obras como "El Principito" de Antoine de Saint-Exupéry y "Grace" de Richard Paul Evans la conmovieron; no muy lejos de la adolescencia, continuó con el grandioso descubrimiento de la poesía, tomando de referentes a Alejandra Pizarnik, Charles Bukoswki, Mario Benedetti y Alfonsina Storni.
Lo que inició como un gran interés no dejó de despertar pasión en la joven escritora, que a los doce años expresaba sus vivencias a través de poemas de verso libre y en la actualidad escribe cuentos, relatos y poemas, como "La Viajera" (2020), "Casi se fue, y no Navidad" (2021), entre otros. Desde que participó de una sección de poesía en el evento llamado "Rápido y Precoz", quedó encantada con la experiencia, y se encuentra muy contenta de poder compartir sus textos en futuras posibilidades; como remarca Florencia: "El arte nace para encontrar alas, y de casualidad, te lleva de paseo".