lunes, 18 de abril de 2022

Personas (Magdalena Irrazábal)

¿Sabés cómo caminan las personas rotas?
Para empezar, caminan lento. Imaginalas caminando con pausa, la pausa de quien carga un vacío que lo corta de flanco a flanco, o de norte a sur.
Evitan los ruidos, los tumultos, los colectivos y bocinas, las salidas de los colegios y de las fiestas. Tienen tal barullo adentro que buscan el silencio en todas sus formas. El de la siesta, del río contra la orilla, de la lluvia en el asfalto caliente.
Debés haber visto miles. Las personas rotas andan por todas partes. Acarrean huecos más grandes, más chicos. Partidos de arriba para abajo, de un costado, o con huecos tan grandes que sólo se les ven los contornos.
Pero siempre caminan. A paso lento por los bordes, por los silencios, por abajo del techito en la vereda. Como vos, como cualquiera, esquivan las baldosas sueltas y las cacas de perro, esperan alguna que otra vez el semáforo y sueltan con naturalidad el saludo protocolar “adiós…” cuando se cruzan a un conocido lejano.
Sólo que todo, todo, lo hacen con los pies levemente elevados sobre el suelo.
Las personas rotas sanan por los ojos.
Cuando miran para arriba, les entra la luz cálida, llena de historias, que sale de las ventanas. Las paredes les hablan. La ciudad les esconde árboles, gallos, tigres, caras y causas que gritan en silencio.
Las palabras, ficciones y poemas se atan unos a otros como hilos, les penetran la piel una y otra vez. Punto a punto les van cosiendo un lado con el otro, hasta que el surco se cierra.
Ahora ya sabés. Podés verlas, o serlas, cuando el mundo frena, y todos los pájaros vuelven a sus nidos.

Sobre la autora:
Magdalena Irrazábal tiene 30 años, nació en Posadas, Misiones un 19 de junio.
Cuando tenía unos 8 años leyó Moby Dick, su primer libro, y desde ahí no pudo parar. Nadie le había contado que su repisa estaba llena de ventanas a vidas increíbles para escaparse a jugar. Desde entonces hizo decenas de amigos: lloró con Mario Benedetti y Laura Alcoba, se transformó con Herman Hesse, voló con JK Rowling y Cornelia Funke, y hoy está particularmente obsesionada con sus viajes de la mano de María Nsue y Chimamanda Ngozi Adichie.
Incluso antes de Moby Dick ya escribía, con mucha fiaca pero igual persistencia, en sus cuadernos, que fueron creciendo con ella y convirtiéndose en tomos de autobiografía que nadie lee. Escribir la ayuda a pensar. La primera vez que escribió para alguien más fue en el taller de Carla Curti, “Jugar el Texto”, donde además se encontró con otrxs escritorxs que embellecieron su año pandémico.
Actualmente, como a los 8, la literatura sigue siendo la compañía constante que se lleva en su mochila a todos lados. Instagram: @magirrazabal




lunes, 4 de abril de 2022

Los ojos negros del otro lado (Melina Haedo)

Intenté de todo para escapar de él, pero esos ojos tristes me perseguían hasta en mis sueños. Tuvieron que pasar diez años para que por fin terminara ese martirio, fue cuando finalmente entendí lo que quería decirme aquella mirada que quizás ya no exista, porque yo también estuve alguna vez del otro lado. Así como ustedes lo están ahora o lo estuvieron alguna vez en su efímera vida. Yo también caminé por esas calles atiborradas de gente. Yo también transité monótonamente buscando qué consumir para aplacar los tormentos de la mente, queriendo pretender que existo, así como ustedes.
No somos tan diferentes como suelen decir. Repetimos lo que hace el otro y tal vez sea por miedo a no saber quiénes somos, a ser considerados extraños o quizás… ¿anormales? Así como ustedes miles de veces pasé cerca de él, casi pisándolo como si no lo viese, como si fuese una piedra que debemos esquivar para no tropezarnos. Y claro, haciendo lo que los demás hacen: conversando con algún cuerpo que me acompañaba en ese paseo, escabullido en la pantalla del celular si es que me encontraba solo, o girando un sinfín de veces la cabeza hacia las vidrieras pensando en cosas sin sentido; como en qué tengo y no tengo, así como ustedes. Cualquier cosa servía de pretexto para no mirarlo.
Todo era en vano o quizás... ¿Una señal? Porque de igual forma miles de direcciones nos llevaban a él. Si íbamos, si volvíamos o cruzando las calles desde diferentes lados, pero siempre con los ojos cerrados puesto que no queríamos aceptar que estaba allí y, ¿saben por qué? Porque siempre hacemos la vista gorda a lo que creemos que no nos afecta, hacemos que nos da igual si está o no está ahí ya que creemos que no es nuestro problema. Si tan solo una vez miraran con el corazón y no correteando sin sentido verían los zapatos lustrados de la gente rozando su cuerpo delgado, y qué decir de las bolsas de ropa nueva que yo acababa de comprar, cruelmente humillaban sus andrajos sucios y descocidos. Ahora que dejé la rutina que englobaba mis pensamientos puedo decir con claridad todo lo que pasó esa tarde, es como si mi mente quisiera recordar cuándo comenzó todo, detalle por detalle para torturarme aún más y no la juzgo si ella está en lo correcto.
Yo quise evitarlo como todos los demás, seguir solamente mi vista como todos los días cuando iba a cumplir con mi labor de ciudadano adaptado a una sociedad, sin embargo ese día fue diferente… necesitaba mirarlo, echar un vistazo a aquella oscuridad arrinconada en la vereda. Jamás imaginé que allí comenzaría mi calvario, sólo bastó ese cruce de miradas para originar la culpabilidad en mi ser. Vi sus ojos negros hundidos en una profunda tristeza y sus ojeras moradas hacían que resaltaran aún más aquellas pupilas de dolor. Aterrador. Lo sé, después de diez años comprendo que en ese momento quiso advertirme algo. Tal vez que, ¿cometí un error al mirarlo?, o que, ¿debí ayudarlo para no acabar ignorado como él? Sí, habrá sido eso, yo era su única esperanza en aquel momento, el único que lo vio abandonado a su suerte. De igual modo, ambos no pudimos escapar: él, del infierno en el que vivía día a día y yo, de sus ojos tristes.
Muchos años deseé no haberlo visto, juré jamás volver a salir a la calle. Pero él de alguna forma venía a mí. ¡Yo era el elegido! Esa tarde en que lo vi seguí mi camino como si nada hubiese pasado, como si aquello perteneciera a la rutina. Recuerdo que al llegar a mi casa preparé la mejor cena sólo para mí. Miro hacia atrás y todavía veo claramente esos platos cargados con alimentos de todo tipo para complacer a mi cuerpo. Así como lo imaginan, era más de lo habitual. Ahora sé por qué los devoraba fugazmente. Quería olvidar aquellos ojos negros. Sé que en lo profundo de mi ser también sentía que quizás algún día ya no tendría una cena así. Después de tantos años comprendo que fui cruel al no pensar en aquel “vagabundo” como suelen estereotiparlo. No creo que él haya querido terminar así, turbado en su angustiosa vida. Fue cruel el no imaginarme si probó algún bocado mientras yo practicaba la gula como dicen los católicos. Yo inocentemente sólo quería borrar lo sucedido.
Miro salir a la gente apresuradamente desde diferentes direcciones, rodeados por una burbuja que no les permite mirar más allá, puesto que están del otro lado y pienso en aquel indigente, como yo solía llamarlo. Conjeturo que esa noche mientras yo devoraba mi comida, él buscaba restos de lo que yo tiré, al igual que ustedes, en algún basurero mezclándose con quién sabe tantas porquerías. También deduzco que tal vez no haya tenido fuerzas para levantarse porque el vapor que emana de las veredas en verano lo hubiese dejado obnubilado, así como a mí, que hoy ni siquiera bebí un vaso de agua fría. ¡Nadie me vio! Ha de ser por eso. La verdad más certera que tengo es que él se habrá dormido por cansancio, pensando que al día siguiente tendría más suerte.
Afirmo que merezco estar aquí porque fui un tonto al sentir miedo de aquella mirada, si esos ojos sólo querían un poco de compasión. Me he preguntado miles de veces por qué no volví, por qué no le ofrecí un baño caliente y un colchón en donde dormir si yo vivía solo. ¿Qué podría hacerme aquel viejo sin fuerzas? Quizás contarme cómo fue que terminó allí, solo, como yo. Ahora, acostado y mirando los zapatos pasar al lado mío me pregunto: ¿Cuánto tiempo habrá pasado aquel hombre sin hablar con alguna persona? Hasta hace poco no me imaginaba vivir sin conversar, contar anécdotas sin ser rechazado. Sólo me quedaban las esperanzas de crear amigos imaginarios para contarles mí día a día, para no perder el lenguaje que mis padres me enseñaron. Aunque hoy lo entiendo. ¡Sí! Estaba pagando el karma por haber sido indiferente, por haber pensado sólo en mí.
Pasaron días, meses y años de aquella angustiosa tarde en que lo vi. De igual modo, esa mirada seguía intacta al cerrar mis ojos. A pesar de que almacené en mi memoria un sinfín de momentos felices, no fueron suficientes para esconder sus pupilas que ya eran parte mí. Comprendí que aquello fue un pacto, como el vínculo que tenemos con quienes amamos. Ya no podía ser el mismo de antes. No podía disfrutar de una cena o reunión con amigos porque algo me faltaba. Me sentía hipócrita cada vez que tiraba los restos de comida ante los ojos de todos los demás e igual lo hacía para sentirme parte de algo que ya no quería ser. Intenté ser diferente aunque ahora sé que me faltó valor. Lo único que debí hacer es sentirme ignorado, como si nadie me viese.
Afirmo que fui un cobarde, en mis manos estuvo la posibilidad de ayudar a alguien y la de lograr que muchos imitasen mi acto de solidaridad. Odié a mi yo del pasado. Odié lo que fui y que tantos amaron. Tanta insensibilidad cargaba el mundo. Todos diciendo ser buenos cuando a la vez desconocían a quienes se presentaban en su camino. ¿Cómo no verlos? ¡Estaban allí!, en el centro de la vereda queriendo ser percibidos mientras a su alrededor repartían folletos sobre amor hacia el prójimo los que veían sólo lo que querían ver.
Oí miles de veces a humanos sin cumplir su rol de humanidad decir que los que viven en la indigencia es porque así lo quieren, que no aceptan ayuda. ¿Será que pensaron alguna vez que ellos tampoco se animarían a ir con un extraño que tal vez hoy les ilusione y después lo olvide, dejándolos abatidos y perdidos entre multitudes? Es muy fácil hablar desde el otro lado porque yo también enuncié aquella frase cargada de egoísmo. Yo hablé sin decir palabras pretendiendo ser un Dios con derecho a juzgar. Puedo decir de este lado que sólo querían ser escuchados, ser vistos para sentir que existen. ¿Quién no habrá sentido que su vida ya no poseía importancia y se habrá metido en el centro para que lo viesen, para que le digan que sí importan aunque fuese una mentira? Muchos lo habremos hecho. Tan sólo para ser mirados por los que están del otro lado.
No me siento mal por formar de parte de los muertos en vida, si estoy pagando lo que alguna vez evité. Sé cómo y cuándo fue el proceso en el que me fui consumiendo poco a poco hasta terminar aquí. Creo que estaba quedando loco por tener tantas pesadillas causadas por aquellos ojos negros. Intenté tanto fingir que no existían que terminaron buscándome dentro de mi ser, dejándome consumido. Sé que fue la culpa; una vez que abres los ojos ya no puedes cerrarlos.
Estando en la calle creí que sería el final de mi afligida existencia. Giré alrededor de unas cuadras buscando mi lugar y así pasé varios días que se convirtieron en años. De vereda en vereda. Ya no sabía cuál era mi aspecto. Había días en que los ángeles, como los llamaba puesto que no veía sus rostros, me dejaban alguna fruta o abrigos en mi aposento cerca de un basurero. Una noche, cuando ya creí olvidarlo, volví a soñar con aquellos ojos negros y decidí buscar el lugar en donde los vi por primera vez. Ya no tenía fuerzas, yo era un muerto andante que cruzaba como fantasma entre los que dicen tener vida. Logré encontrar aquella vereda. Decidí enfrentarme a él por si lo veía, aunque sé que habían pasado tantos años de aquel día. Por un momento me sentí afortunado por estar de este lado, pensé que quizás lograría hacer más de lo que alguna vez tuve la posibilidad de hacer y no lo hice. Me senté en la vereda que alguna vez ignoré, y decidí mirar los ojos de quien pasase aunque sabía que me costaría horrores. Así pasaron los días hasta que ardió en mi pecho la necesidad de levantar mi rostro. Vi a un joven solitario que miró hacia donde yo estaba. Sus ojos se fijaron en los míos. Sentí escalofríos. Eran aquellos ojos negros que me inquietaron por tantos años.

Sobre la autora:
Melina Rafaela Haedo tiene 25 años y es oriunda de la localidad Ruiz de Montoya. Es Profesora en Letras. Le gusta escribir desde el sentir y desde el fluir con aquello que vemos sin ver.

Menciones: Tercer puesto del II° Concurso Provincial Literario “Andrés Guacurarí” con el cuento “Confesiones de un alma abatida”.

IG: meli_haedo

Blogger: https://melihaedo.blogspot.com/