lunes, 31 de enero de 2022

Equinoccio (Juan Ignacio Pérez Campos)

Algo teníamos que hacer para salir de esta ciudad. En los días de humedad, más en aquellos en que los chubascos hacían timoratas apariciones y luego daban paso al sol rajante, la monotonía de una ciudad sin futuro nos aplastaba sin piedad. La ciudad era una jaula sin salida que machacaba nuestro ánimo, nuestras ilusiones, y nos condenaba a esperar el inicio de la semana en un domingo sin expectativas. Nos sentíamos atrapados. Teníamos que irnos, definitivamente teníamos que salir de acá pero no teníamos cómo.
En una de esas noches de tragos y charlas al azar, alguien me comentó sobre la buena plata que dejaban las carreras de caballo. Si uno tenía un buen ojo o algún buen informante que le tirara la posta sobre algún equino que se devorara la pista, era cuestión de tiempo y perseverancia para que se forrara de guita.
Compartí este comentario con dos de mis amigos más cercanos: Roberto y Maximiliano. Era domingo y no teníamos nada mejor que hacer así que decidimos ponernos a indagar un poco en el universo equino. Luego de un par de semanas de recopilar información sobre los caballos y sus mañas (ninguno de nosotros tenía idea del mundo hípico), juntamos algo de guita y nos mandamos al hipódromo a probar suerte.
Las primeras incursiones fueron un fracaso. Confiábamos que en algún momento haría su aparición la suerte de principiantes y nos daría una mano. Después de todo un mes sin rescatar un peso de las carreras, debería decir tirando nuestra plata en el hipódromo, nuestro ímpetu triunfador había mermado en un noventa por ciento. Tanto fue así que, para el domingo siguiente, ni nos habíamos mosqueado en organizar otra ida al hipódromo.

Estaba yo tirado frente a la televisión mirando un clásico capítulo de los clásicos Power Rangers cuando cae un mensaje de Roberto al grupo de Whatsapp, “Bendecidos por Pegaso”: “muchachos, rescaté unos maravedís, vamos a probar suerte, ¿qué dicen?
“Qué más da”, pensé mientras me disponía a abandonar mi flojera. “Entre estar acá tirado perdiendo el tiempo y perderlo allá… Al menos ahí me entretengo un rato con los vagos…”.
Fui el primero en arribar al hipódromo esa tarde. Unos minutos después cayó Maxi, media hora más tarde apareció Roberto.

—Sorry por la demora, chicos. Es que necesitaba pegarme una ducha antes de salir —se excusó Roberto.
—Ja, sí, ya nos dimos cuenta… —le contesto con un dejo de burla— te quedó bien el pelo, che.
—Es que me lo lavé con Wellapon —aclaró Roberto sonriente.
—¿Posta? Yo también me lavé la cabeza con Wellapon —agregó Maxi.
—¡Boludo, yo también! —exclamé yo.
—Jaja, ¡qué grande los pibes! —festejó Maxi— Loco, cómo me costó dejar por la mitad ese capítulo en el que aparece el Power Ranger verde para venir.
—¿Vos también estabas mirando los Powers? —preguntó Roberto.
—Y sí, boludo, qué otra cosa iba a hacer si no —acoté yo— Además alto capítulo ese.
—Y bue… vamos a festejar esta feliz coincidencia morfando algo, tengo unos morlacos para unas burguers, yo invito hoy —dijo Roberto.

Minutos después, estábamos frente a la pista donde se desarrollaría la carrera. Para esta ocasión habíamos puesto nuestras fichas en Soberbia, escuchamos por ahí que hoy comenzaba su buena racha. Lo que no sabíamos es que también comenzaría la nuestra.
Al día siguiente, mandé un contundente mensaje a “Bendecidos por Pegaso”:
Bueno muchachos, está más que claro que si queremos seguir levantando guita tenemos que seguir estos pasos estrictamente todos los domingos:

-Cada uno mira un capítulo clásico de los Power Rangers en su casa.
-Antes de salir, nos duchamos y nos lavamos el pelo con Wellapon.
-Llegamos siempre en el mismo orden: primero llego yo, después llega Maxi, después Roberto.
-Compramos hamburguesas simples (tomate y pan, nada más) y un cono de papas para seguir la carrera.
A ponerse las pilas.

Repetimos este ritual las semanas subsiguientes y en todas tuvimos el éxito que esperábamos. De repente, pasamos de ser tres individuos viendo transcurrir su existencia sin sentido domingo tras domingo a convertirnos en tres jóvenes amigos con dinero y toda la vida por delante.
Motivados, el último domingo del mes nos encontramos nuevamente en las afueras del hipódromo (nuestro pelo lucía alucinante luego de la ducha wellaponiana).

—Sarpado el capítulo de hoy, hace bocha que no lo veía. No hay con que darle al Ultrazord —comentaba Maxi mientras ingresábamos al hipódromo.
—Sí, ni hablar… Che, vayan a acomodarse que yo busco las burguers y me encargo de las apuestas. Tengo la posta de hoy, Avaricia viene con toda para esta semana —dijo Roberto con seguridad.

Una tras otra, fueron transcurriendo sin éxito las carreras. La fortuna repentinamente nos había abandonado. Ni Avaricia, ni Pereza, ni Gula habían podido superar el séptimo puesto… Anonadados, y viendo como nuestro dinero se iba esfumando poco a poco, nos decidimos a jugarnos al todo o nada. Apostamos todo lo que teníamos a Ira. Esto ya no era únicamente una cuestión de plata, era una cuestión de orgullo.
Una vez que la carrera arrancó, y que Ira se posicionó a la cabeza de la prole equina, me dispuse a picar unas papas (fue tal la sorpresa por nuestra nula suerte que ni nos acordamos de probar las papas fritas). Cuando meto mi mano en el cono, palpo una textura que me resulta extraña. No, eso no era una papa frita…

—¡Pelotudo! ¡Trajiste salchipapas! ¡La reconcha de tu hermana! —le grité con toda la bronca a Roberto.

En ese mismo instante, Lujuria le sacaba ventaja a Ira y, minutos después, superaba la línea de la meta, proclamándose ganador de la carrera.