“Los viejos pecados tienen largas sombras”
(Agatha Christie, Los elefantes pueden recordar)
Qué embole escribir sobre la actualidad, ¿no? Pandemia por todos lados. A mí me fastidia enormemente porque no tengo palabras para escribir sobre eso. Walter Benjamin teorizó sobre ese problema cuando los soldados volvían de las trincheras de la Primera Guerra Mundial enmudecidos. Tan traumáticas fueron las experiencias que vivieron que no le podían poner voz a los relatos. A otra escala, claro, pero eso me pasa a veces. Cuando escribo las experiencias de las personas que observo tengo que tener cierta perspectiva histórica, porque si no el relato no me sale, enmudezco. Y hay que “enmudecerme” a mí, eh.
Bueno, hoy quisiera hablarles de una mujer enigmática. Sandra Herrera. Una detective nata. En algunas cositas era parecida a “Miss Marple” (ver Agatha Christie) en lo detallista de las observaciones de la vida cotidiana, y en su frase célebre: “La gente es igual en todas partes”, y que colaboraba con la policía para casos trascendentes. En realidad, gente de todo el mundo quería consultar con ella, pero siempre era el comisario Fernández el mediador, ya que Sandra era tremendamente huraña y temida por las “verdades” que develaba con tan solo mirarte.
Yo la conocí cuando estaba enamorada de un paraguayo, mi marido paraguayo, un encanto. Pero un encanto con todas las mujeres. Pedí turno con Sandra y ella por esas cosas raras de la vida accedió a verme. Por supuesto, que al mirarme nomás, ya sabía a qué iba, y citó nombres y apellidos de mujeres con quienes me engañaba el fulano. A una se le comprimía la cabeza de rabia porque esa lista era extensa y de gente tan cercanamente conocida. Pero mi “ser” chusma pudo más que la ira, en ese tiempo la fidelidad a rajatabla era un “valor” para mí, así que imaginaos lo chusm… digo, lo investigadora que soy que sobrepasando toda cuestión individual me fui haciendo amiga de Sandra.
Sandra no solía cobrar por sus servicios detectivescos, así que para sobrevivir se dedicaba a coser ropas. Era modista. Pero no quería ver a la gente, no por mala onda, sino que inevitablemente le decía sus cositas, y todos tenemos muertos en los armarios, más en los pueblos pequeños. Y una tiende a enojarse con el mensajero. Por eso, ella tenía una secretaria, Delfina, que era la tipa más amable del condado. Delfi tomaba los pedidos, y Sandra en los confines de su cuarto oscuro cosía, bordaba, tejía sin parar y resolvía acertijos.
Claramente, Sandra se quedó sorprendida de mi fortaleza ante la información que me proporcionó. Y yo ni lenta ni perezosa encargué un vestido naranja bien punchi, mi “vestido de la venganza” ante tanta infidelidad matrimonial. Así también tenía una excusa para seguir observando a esa mujer que observaba. Fue en ese entonces que ella tuvo una crisis muy grande. La menopausia le acentuó los monstruos de su vida.
La mamá de Sandra fue una actriz porno muy reconocida. Para hacer carrera abandonó a Sandra cuando tenía dos años frente a una ferretería. El padre al parecer se suicidó cuando se vio abandonado por la blonda esposa. La madre era una especie de Marilyn Monroe rubia y voluptuosa. El ferretero, viejo soltero y buenazo, asumió criarla. Cuando Sandra tenía 20 años, el padre adoptivo muere. Ella vende la ferretería y se queda con un cuartito, un monoambiente y comienza a coser sin parar y a tirar verdades.
Nunca se le conoció un amor. Algunos hombres se le acercaron, pero ella los rechazó con su fría indiferencia. Comía muy poco y tomaba mucho mate cocido con leche, siempre usaba guantes, y por las noches pasaba una hora debajo de la mesa chupándose el dedo gordo. Un día que iba a llevarle moras silvestres, su fruta favorita, la encontré mirando a través de la única ventanita a unos niños que jugaban. Me pareció raro, pero no hice preguntas.
Hasta que una noche, Delfina llegó llorando a mi casa, desesperada porque la había encontrado a Sandra inconsciente en su departamento. Yo llamé a una ambulancia, parecía que había tomado unas pastillas raras. La cuestión es que estuvo en estado vegetativo como un mes, y cuando volvió en sí, lo primero que hizo fue llorar amargamente. Un llanto desolador, con gritos y mocos. Por tres días nadie durmió en el pueblo del miedo y la desolación que producía ese sonido lastimero de las entrañas de nuestra detective.
Resulta que Sandra siempre había querido ser madre, pero sin pasar por el ejercicio de concebirlos, pues le tenía cierta aberración al contacto íntimo pero nunca había perdido las “esperanzas” de que ocurriera una especie de milagro. No sé, muy raro todo. Al llegar a la menopausia entró en crisis. Hay zonas oscuras y disruptivas en la línea de pensamientos de Sandra, que yo, como antropóloga y madre, puedo llegar a entender, de alguna manera. A Sandra el abandono de la madre la había marcado para siempre. Tantos años de encierro, de ver tan con detalles lo de los demás y tan poco lo de ella, la llevó a construir una especie de coraza, coraza gigante para no sentir, para que no la dañen. Entonces, tenía como delirios místicos, pensaba que podría ser una especie de María, concebir siendo virgen, ya sé que suena re loco. Miren, sé que no se compara, pero un día llegué media hora tarde a buscarle a uno de mis hijos a la escuela, y a él le agarró fiebre, y no me habló en un mes por la angustia, la angustia del “abandono” de media hora, imagínense lo que es un abandono de 48 años…
Luego de que saliera del coma, Delfina y yo la convencimos para que hiciera terapia, le presenté a mi amiga, Zulema y todo fue mejorando. Finalmente, Sandra se recuperó. Ahora nuestra detective ya no se mete debajo de la mesa por las noches y, por supuesto, sigue resolviendo acertijos tanto de la policía federal como los de la vecina de la esquina. Y ha resuelto el caso más enrevesado: el de su historia personal, ya que con la ayuda de Delfina decidió adoptar dos niños. Ambas ejercen la maternidad con mucho amor, responsabilidad y gratitud.
Soy Eleonora Godot, la antropóloga compartiendo historias para todo el mundo mundial.
Sobre el autor:
Carina Noemberg nació en Aristóbulo del Valle, Misiones, en 1987. Es actriz, profesora y licenciada en Letras. Ejerce la docencia en colegios secundarios y en la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales (Posadas, Misiones).
Sus pasiones son: la literatura y el teatro. También le gusta cocinar para muchos comensales y escribir alguna que otra cosita. Según ella “coquetea muy amateurmente” con la escritura. Ha escrito una obra de teatro: “Orsai” en coautoría con Carolina Gularte, y dos monólogos “Auvidensen, quince” y “La canasta” –próximos a editarse– en el marco de la Colectiva de Autoras del Nea.
Ha sido premiada a nivel nacional por el ensayo:” Las configuraciones y singularidades del teatro en la escuela media: experiencias didácticas”, uno de los textos ganadores del Concurso '20 años de Teatro Social en Argentina' otorgado por el Instituto Nacional del Teatro en 2020.
Su autor de cabecera es Roberto Arlt, pero es una gran lectora de escritores contemporáneos.
Últimamente ha devorado los escritos de Selva Almada, Mariana Enríquez, Gabriela Cabezón Cámara, Claudia Piñeiro, Agustina Bazterrica, Guadalupe Nettel, Pedro Mairal, entre otros.
Hola Eleonora! Vine a leerte, siempre
ResponderEliminarGenia. Me encanta 🤗
ResponderEliminarMuuuy bueno. Necesitamos más aventuras de Sandra.
ResponderEliminarMe gustó mucho 👏👏👏👏😊👍
ResponderEliminarSoy fiel seguidora de Eleonora
ResponderEliminarMe encantooó. Gracias por compartir
ResponderEliminarBuen relato!
ResponderEliminarQue copado! justo estoy leyendo cien años de soledad y encuentro algunas cosas en común! muy agradable tu relato!!
ResponderEliminarMuchas gracias a todos! Eleonora tiene varias andanzas. Quizás próximamente los compas de Lado B suban alguna aventurilla más de la antropóloga. Abrazos
ResponderEliminar