lunes, 15 de noviembre de 2021

La ilusoria muerte de todo lo estable en tiempos de paz (Matías Olmedo)

Puede uno proponerse detener la caída de todas las hojas de las ramas pertenecientes al inmensamente ramificado árbol de los tiempos. Con toda la sangre y esmero que cabe en un mortal corazón, podemos aspirar a apaciguar todos los vientos que azotan letalmente nuestro ser en el efímero momento que ocupamos en el conjunto de todos los seres existentes. Reconocidos por su debilidad ante la eternidad y firmeza frente a la preservación de sus no físicas ruinas, nos deleitamos de forma muy humana ante ideas que evocan sentimientos soportablemente sufribles. Es por excelencia el amor, un sentimiento contundentemente inmenso para cada uno de nosotros. Ya no buscaba impedir la caída de las hojas, ya no me interesaba lidiar con ningún tifón hiriente dentro de mi corazón. Había asumido un papel meramente experimental y crítico ante la idea misma de lo romántico como conducta, y, de igual manera, ante el hecho del amor como un salto superior de nuestra existencia por medio de emociones y conexiones espirituales con nuestros pares. Sin buscarlo, sin sentir un dolor o inquietud angustiante, sin extrañar lo que una vez supo ser, de esa forma había repercutido en mí la experiencia del amor que había vivido con Beatriz.
En cada momento que mi antigua pareja realizaba acusaciones que exponían mi tendencia promiscua a relacionarme con las demás mujeres. Ella relataba sin conocer detalles, y sin ninguna certeza absoluta, lo que en esencia me entrecruzaba como individuo. Solía esmerarme en disponer de un número considerable de amantes. Jamás sentí que los vínculos eróticos que mantenía con otras mujeres debilitasen el sentimiento que albergaba por Beatriz. Pero, sin embargo, al haber concluido mi historia de amor, caí en cuenta de que era ese egoísta sentimiento de amor el que en verdad restaba profundidad a las demás experiencias que podía yo afrontar con alguna persona de mi agrado. El amor, como una primera exigencia implícita al notar la existencia del mismo entre dos personas, impone un orden jerárquico de nuestras emociones. Posicionándose como el epicentro regente del cual devienen un sinfín de emociones joviales y entristecedoras, se encuentra esta estructura emocional disfrazada bajo la imagen de esa persona amada. Un rostro que gobierna en silencio hasta las caricias que se propician en la lejanía sobre una piel ajena a nuestros cotidianos contactos.
Verdaderamente me encontraba yo enamorado de aquella chica que había decidido amarme sin temor a la demoniaca figura que albergaba en el fondo de mi alma. Sentía la infinitud de todo su ser ante el más mínimo contacto que tuviésemos. Es indescriptible la sensación de euforia que me invadía al sentir mis ojos desprovistos de su brillo natural por la imagen nítida que creía reflejaba la esencia misma de Beatriz. Y es este el punto crucial en el cual reside el espejismo del amor. Creer. La gran aventura de amar encuentra su materialización en el constante ejercicio de creer en la imagen que traducimos de la persona que hospeda en su ser una creencia fija de la propia imagen que traduce de uno mismo. Un juego recíproco de suposiciones que se encuentran bendecidas por un halo de seguridad plena.
No pienso detenerme a narrar sobre diversos nombres de amantes, ya que en verdad lo importante es entender cómo el amor genera un amplio sistema de imágenes que se encuentran ya albergadas en nuestra subjetividad. Es esta la explicación que encuentro hoy para reflejar la conquista innata que emprende el amor al estar verdaderamente presente. Existe una amplia cantidad de momentos o situaciones que las percibimos como únicamente posibles dentro de un ámbito imbuido por la idea de este sentimiento. Eran asombrosamente fascinantes para mí los diversos encuentros que podía mantener uno con una relación clandestina junto a una amante, y que, estos encuentros, encuentren en la forma de imágenes puntuales una rápida asociación con lo que ordinariamente se encontraba bajo el registro de lo cotidiano de mi vida. No eran las horas destinadas a las demás mujeres las que corrían a vestirse de situaciones superficialmente iguales a las que vivía con Beatriz. Eran sino las imágenes crudas de los actos vividos dentro de la esfera amorosa que invadían los momentos en los cuales las pasiones me encontraban aferrado a los muslos de otra persona. Revivía lo que vivía con mi amada en otras personas, a causa del celoso mecanismo que encuentra siempre el amor para hacerse notar como el punto nodal de nuestra vida. El amor es una placida condena que asumimos con alegría al momento de sentirnos reflejados dentro de los sentimientos del otro. Aceptando que ese sentimiento inundará cada rincón de nuestras vidas sin pedir permiso, abalanzándose sobre cada experiencia para arrebatar un trozo de espontaneidad y reduciéndolo al mero reconocimiento de lo ya vivido dentro de la autócrata línea trazada por este hermoso, solemne y egoísta sentimiento humano.

Sobre el autor:
Matías Ezequiel Olmedo Morales nació un 6 de junio de 1997 en la ciudad de Oberá. Ha concursado en diferentes certámenes literarios, obteniendo una mención especial y una publicación dentro de la antología internacional “Relatos de una pandemia inesperada II”, de la editorial Caza de Versos (México). Como autores preferidos tiene a Hesse, Kundera y Poe.





1 comentario:

  1. Excelente escrito, tiene un fondo filosófico y humano que obliga a la reflexión.

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