lunes, 11 de octubre de 2021

Qué sigue a la octava (Ángela Gómez)

En realidad, las fiestas nunca fueron lo mío, me ponen nerviosa. No sé divertirme y me pongo a observar la conducta de gente que casi ni conozco. Los libros y la filosofía sí son lo mío, pero estaba intentando desinhibirme aunque no podía dejar de hacer circulitos imaginarios sobre el mantel con una cuchara y reclamarme silenciosamente haber asistido. Hacía círculos cada vez más chiquitos, para no llamar la atención con ese ruidito inaudible que yo escuchaba bien, pero dudo que alguien más lo hiciera ya que la música sonaba fuerte. Decidí levantar la vista solo para confirmar lo que ya sabía: la mía era la única mesa con nombres de invitados que no se conocían entre ellos y por eso quizás no llegaban.
Ataque de pensamiento brusco reprimido: ¡qué fiesta de m´*! Que se sumaba a los otros de ¿"para qué vine"?, y el estilo de cosas que se dice cuando se activa ese mecanismo de defensa emocional por la inseguridad que uno siente.
Los pensamientos de reclamo van intercalados. Uno de castigo a uno mismo y uno de culpa a alguien o algo del exterior inmediato. Sería una secuencia del tipo: "para qué llegué puntual", e inmediatamente un "¡qué decoración más ridícula!".
La mía era la mesa ocho, la última. La última mesa es donde ubican a la gente que no pertenece a ningún círculo afectuoso fuerte de los que se están casando. No son amigos del trabajo, ni parientes, ni siquiera mantienen el contacto, pero son invitados porque hay un compromiso invisible, alguna deuda pendiente, alguna cuestión del pasado. Y la acción es recíproca ya que los que reciben el sobre con la tarjeta aceptan la invitación por las mismas razones.
La gente seguía llegando, caminando, saludando. Yo no. No había tema de conversación con ninguno de los invitados. Pensé que era una pésima invitada –seguía recriminándome–, no me sentía feliz. Pretendía seguir borrando y dibujando los círculos cuando alguien se sentó al lado. –Martín –me dijo. –Alma –contesté. Silencio... Momento incómodo. Casi todas las mesas estaban llenas. A la ocho le faltaban tres invitados todavía y dejé en paz la cucharita por obvias razones.
Avanzaba la noche entre el primer baile, los aplausos, el brindis y las fotos. Todo dentro de lo normal excepto que los demás invitados de mi mesa jamás llegaron. Hacíamos y contestábamos preguntas de cortesía y frases sueltas, es que no había coincidencias entre nosotros. Yo seguía pensando en lo absurdo de que existiera una mesa como ésta en las fiestas. Por aburrimiento terminamos proponiendo un brindis. 
–Salud por los novios, y por los amigos de la infancia que todavía viven en el barrio, pero ya no pasan tiempo juntos –sugirió Martín. 
–Y por las mejores amigas que ya no se hablan, pero se invitan a las fiestas– añadí.
Y, en fin, por los vínculos reciclables, o, mejor dicho, reciclados que somos a veces en la fiesta de la vida alguien. Nos reímos nuevamente y caí otra vez en el mutismo, pensativa, me gustaba tratar de adivinar el criterio que utilizaron para conformar la ocho. No había; y para mí eso era totalmente válido ya que siempre había pensado que no existe eso de que las cosas pasan por algo. Me senté de nuevo y volví a no divertirme, y otra vez al silencio, hacia adentro, bien adentro sin llamar mucho la atención. Levanté la mirada solo un poco, de reojo vi a los círculos invisibles que Martín dibujaba sobre el mantel con una cucharita.

Sobre la autora:
Ángela Gómez (Angie) nació un 7 de abril de 1991 en el pueblo de Santo Pipó. Es profesora de Inglés y licenciada en Educación.
Escribe desde que tiene memoria, pero nunca se animó a socializar sus escritos.
Ha participado del tercer, cuarto y quinto mundial de escritura. Entre sus autores predilectos se encuentran Savater, Fromm y Dostoievski.



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