Era un día nublado y con bastante viento norte. Caperucita impulsaba el piñón de su bicicleta con esfuerzo. Después de pasar por el kiosco para hacer las compras del día, se iría a trabajar por la mañana y a estudiar por la tarde. Ahora vivía sola y tenía nuevas responsabilidades.
Cansada de luchar con el viento y con la calle empinada, Caperucita decidió bajar de la bicicleta. Pero cuando estaba por hacerlo, bruscamente, alguien llegó corriendo y sostuvo con fuerza su manubrio, impidiéndole avanzar. “¿Cómo estás Caperucita? ¿Dónde andabas? ¡Qué atractiva te pusiste ahora!”, le dijo el Lobo, que era un antiguo novio de Caperucita.
Al escuchar esa voz y sentir cómo el Lobo apretaba sus muñecas mientras también sostenía el manubrio de la bicicleta, Caperucita sintió un frío que le recorría la espalda. “¿Qué hacés acá?”, le dijo y tragó saliva. “Te estuve buscando. Hay algo que quiero mostrarte”, sostuvo el Lobo mirándola fijamente con una actitud intimidatoria. “Nosotros ya terminamos. Yo estoy apurada”, dijo Caperucita intentando soltarse de las manos que la sujetaban.
El Lobo, molesto por la respuesta, presionó aún más fuerte sus muñecas. Luego alzó una mano como si fuera a pegarle y finalmente sentenció: “Mirá lo que me hacés hacer. Ya me sacaste la paciencia. ¡Dejá esa bicicleta y vamos!”.
Casi como en un acto inconsciente, Caperucita soltó la bicicleta al mismo tiempo que sus hombros se encogían. La pulsera que llevaba puesta ese día quedaría tirada en el suelo sin que ella pudiera advertirlo. “Caminá hacia la derecha y que no se te ocurra gritar”, agregó el Lobo. Paralizada por el miedo, la joven sentía cómo se ahogaban sus palabras y se le hacía un nudo en la garganta.
El Lobo la llevó del brazo durante tres cuadras hasta que llegaron a un cementerio improvisado con cientos de cruces de madera. “Te dije que tenía algo para mostrarte. ¿Por qué nunca me escuchás?”, repitió el Lobo. Caperucita, desconcertada, empezó a leer las inscripciones de las cruces blancas. Cientos de nombres de mujeres las coronaban tristemente. Cada una de estas mujeres representaba una parte de sí misma. “¿Qué hicieron de ellas? ¿Qué será de mí?”, pensó abrumada.
Siguió caminando asfixiada por sus pensamientos y sin pronunciar palabra, hasta que su instinto de supervivencia pudo más y comenzó a correr. Desesperada y agitada, se movía en todas direcciones, mientras retumbaba en su mente la voz del Lobo: “¿A dónde vas Caperucita? Vení acá".
"¿Tengo que recordarte que sos solo mía?” Estas palabras y los nombres de tantas mujeres muertas la atormentaban. Caperucita seguía corriendo sin encontrar la salida. Hasta que de repente, con una angustia inevitable, reparó en una cruz que se destacaba entre las demás por su altura y porque junto a ella había un montículo de tierra. Giró su rostro y vio al Lobo detrás de ella, a punto de empujarla y repitiéndole: “Te dije que ibas a ser solo mía”. En ese momento, Caperucita alzó la vista por última vez y un fuerte grito estremeció todo el cementerio. Allí mismo, descubrió que la cruz llevaba… SU NOMBRE.
Sobre la autora:
Carina Pereira es profesora en Letras (UNaM), especialista en Alfabetización Inicial (INFoD) y diplomada en Literatura Infantil y Juvenil (UNaM).
Desde 2012, se desempeña como docente de nivel medio y superior. En 2015, comenzó a trabajar como correctora y editora de libros de poesía, que se difunden en la página “Comunis Poética”.
Le interesan especialmente los procesos de mediación, animación y promoción de Literatura Infantil y las prácticas de oralidad, lectura y escritura que se habilitan en torno a ella. Ha participado en mateadas literarias y ferias del libro en Misiones y Corrientes, provincia en la que reside actualmente. El cuento “Solo su nombre”, que aquí se comparte, surge en 2018, como parte de un ejercicio de escritura ficcional inspirado en las propuestas lúdicas de Gianni Rodari y Maite Alvarado.
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