El barrio Yohasá fue en su momento un complejo de viviendas idénticas que, pasados los años, sus habitantes fueron modificando horizontalmente, invirtiendo en pisos y ambientes cuando les fue bien o dejando los ladrillos pelados y los muros por la mitad una vez que les cambió la suerte. Hoy estas casas están ocupadas por las herederas de los primeros habitantes del lugar. Muchas de ellas usan estos ambientes improvisados para hospedar a los hijos que aún no pudieron escapar del barrio. Las demás lo usan como despensa y desde una ventanita revenden la provista que con el plancito pudieron comprar.
En la vereda de enfrente está la casa de doña Marta, ella tiene la despensa más nutrida de la cuadra, así que siempre se encuentra el fideo y la polenta más barata. Con mi novia sospechamos que, cuando ambos intentamos incursionar en la dieta cetogénica, fue ella la que esparció en el barrio el rumor de que yo ando robándome los focos del barrio para comprar droga. Habrá creído que estábamos comprándole a su competencia.
En la casa de al lado vive Norma, una vecina muy religiosa que a través de su ventana, debajo de una virgen bien iluminada, vende cervezas, vinos y cigarrillos. Si pudiera, vendería hasta quinielas, pero como ya hay una sub-agencia en el barrio, el IPLyC no quiere cederle la licencia. Cuando uno va a comprarle, a veces se encuentra con vecinas pidiéndole despacito que por favor ya no le venda a su marido, que ese dinero con el que le compra es de la asignación y deben ocuparla para las cosas del niño. Norma promete complaciente, pero nunca cumple con su palabra.
En la esquina, frente a la plaza, vive doña Rosa, que acaba de abrir un kiosko y aprovecha para venderle a los pibes que juegan al fútbol. Rosa es la única que tiene los chicitos y cigarrillos que nos gustan, así que le compramos por lo menos dos veces a la semana, y si va ella sola, siempre le pregunta si soy buen esposo. A su marido lo conocemos desde hace rato porque tiene un taller en el garaje de su casa. No tiene muchos clientes, pero suele tomar mate en la puerta hasta altas horas de la noche y más de una vez nos hizo el favor de inflarnos la bici con su compresor.
Con todos estos kioskos, no se encuentra en la cuadra lugar para comprar cerveza después de la medianoche. Si algún fin de semana nos quedamos con las ganas pasadas la hora de la prohibición, tenemos que golpearle la ventana a la casa de los Maidana, una familia que vive en la calle paralela. Por suerte, a los diseñadores del barrio se les ocurrió poner un pasillo en el medio de cada cuadra y no tenemos la necesidad de dar la vuelta a la manzana cada vez que queremos comprar cerveza. Ahora, si en el camino uno ve dos o tres chabones en medio del pasillo, hablando como si estuviesen negociando, es mejor seguir de largo.
Así como por las noches hay que andar con cuidado en el barrio, durante el día uno tiene que cuidarse de los rumores. Uno debe ser precavido, porque adentro de cada ventana hay ojos vigilantes y bocas asiduas a inventar chismes. Si algún vecino te ve saliendo de casa muy seguido, por ejemplo, puede comentarle al puntero que ya no vas a necesitar los bolsones de los sábados, porque se ve que ya conseguiste trabajo.
Por suerte, con mi novia ya encontramos la forma de encarar esos problemas que uno va enfrentando. A mitad de cuadra hay una casa, que siendo honestos es solamente un quincho con un baño, una pieza y un posnet para vender números de quiniela. Allí los dueños de los pasillos se la pasan jugando a las cartas, escuchando cualquier tipo de música, desde Bad Bunny hasta Creedence Clearwater Revival. En la vereda, bajo la sombra de un mango, está siempre sentada la abuela del barrio, una anciana de esas que dan ganas de abrazar, de piel morena y desgastada, que con sus mejillas pesadas y pequeños ojos dedica una amable sonrisa a quienes pasan por la calle. Cada vez que tenemos un asunto que resolver en el barrio, mi novia cocina un budín de anís y se cruza en frente a compartir un mate con ella. Se queda un par de horas, charlando de bueyes perdidos y encontrados como dos vecinas poniéndose al tanto. Y al otro día, como por arte de magia, cualquier problema quedó solucionado.
Sobre el autor:
Nacido y malcriado en Posadas, Martín Mazal cuenta con 32 años y una licenciatura en Comunicación Social. En su por distintos trabajos académicos y periodísticos, se puso como meta construir ficciones de lo real, para encontrar narrativas dentro de la cotidianidad que puedan describirlas sin despojarla de las ironías y el absurdo que siempre se pierden en la traducción a géneros más formales. Sus mayores influencias son David Foster-Wallace, Marín Caparrós, Irving Welsh y Emilio Cicco.
Publicación: “El tormento del espejo”, publicado en “Vislumbrando Horizontes” – Libróptica 2014 referato: 1410132329716
Que bien Martín, resaltando el color local. Las calles nunca morirán diría J. Morrison. Soy Aldo Samudio.
ResponderEliminar"En la casa de al lado vive Norma, una vecina muy religiosa que a través de su ventana, debajo de una virgen bien iluminada, vende cervezas, vinos y cigarrillos. Si pudiera, vendería hasta quinielas, pero como ya hay una sub-agencia en el barrio, el IPLyC no quiere cederle la licencia. Cuando uno va a comprarle, a veces se encuentra con vecinas pidiéndole despacito que por favor ya no le venda a su marido, que ese dinero con el que le compra es de la asignación y deben ocuparla para las cosas del niño. Norma promete complaciente, pero nunca cumple con su palabra."👏👏👏👏😅
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