Basado en un hecho real
Se despertó en un lugar poco habitual. Le costó reconocerlo, pero cuando vio las banquetas de metal en las que se había sentado tantas veces para que le vendasen alguna herida o le aplicasen una vacuna, se dio cuenta de que estaba en la salita del Instituto Correccional de Menores Varones. Intentó darse vuelta y seguir soñando, hace años no se acostaba en un lugar tan cómodo como esa rasgada camilla, pero cuando la aguja del suero le dio un tirón en el brazo tuvo que volver a la realidad.
En contra de su voluntad, empezó a recordar por qué estaba ahí. Su última imagen antes de perder el conocimiento era la de sus compañeros de pabellón corriendo de los guardiacárceles que avanzaban y les tiraban con las itacas. Hasta vio que el Cabeza se había tirado al piso junto a él, tomándose la pierna derecha que le sangraba por un perdigonazo. Recordó que había permanecido en el suelo durante todo el motín, perdiendo y recuperando cada tanto el conocimiento, mientras se desangraba a través de los cortes que se había provocado con la cuchara que había robado a alguien del pabellón del fondo.
Antes de la corrida, habían estado todos presionando contra la reja. Gritaban cosas como “Dale loco, ¿no ven que es una emergencia?” “Llamen al doctor ¡Se va a morir!”. Los guardias, del otro lado, hacían mayormente silencio, y una vez cada tanto alguno respondía “que se muera, menos trabajo para nosotros” o “a ver si así les alcanzan las camas”, agitando aún más a los pibes.
La cosa empeoró cuando, de la bronca, a alguien se le ocurrió arrojar por sobre la reja los pedazos de revoque que habían desparramado por el suelo. Pronto toda la gurisada empezó a imitarlo, y empezaron a darle golpecitos a las paredes para sacarle más pedazos. No les fue difícil, el muro estaba tan viejo que no ofrecía resistencia. La cosa no parecía que se iba a calmar, había proyectiles para rato.
El Chiqui, un polaquito flaquito de catorce años constantemente atormentado por los del fondo, permaneció todo el tiempo junto a él. Lo miraba y miraba el quilombo. Se notaba que quería ayudar, pero no sabía qué hacer con sus manos, que le temblaban mientras dudaban donde apoyarse. Miraba la sangre que ya formaba un charco y se ponía pálido, parecían competir por quién se desvanecía primero. Cuando los guardias decidieron entrar a los tiros, cansados de tanto alboroto, recordó que uno de ellos lo empujó fuerte al pibe, que chocó contra la pared para rendirse en el desmayo. Además de la pierna del Cabeza, fue el último recuerdo que tuvo antes de despertarse en la camilla.
Cansado de repasar lo que había ocurrido, se frotó los ojos e inspeccionó la salita. No había señales del personal, probablemente habrían llamado a una enfermera para que venga en dos patadas a ponerle el suero y se fuera de nuevo a su casa. En la puerta lo vio parado a Maidana, uno de los penitenciarios más nuevos que, al juzgar por su cara, no le había hecho ninguna gracia tener que estar de plantón por culpa del pendejo de mierda.
Le preguntó qué día era, para enterarse que había dormido solo un día. Preguntó por el médico, le contestó que no era lunes. Preguntó si alguien se había comunicado con su vieja, le dijo que no. Preguntó si alguien, el juez o la fiscal, se habían enterado de lo que había sucedido, si había avanzado su causa. Si al pedo se había cortado las venas y provocado un motín, básicamente. Si después de 4 años, se dignarían a dictarle sentencia.
Maidana giró la cabeza, para dedicarle desde lo alto una mirada severa –Dejá de joder pibe. Agradecé que estás vivo todavía –le respondió. En la cárcel, si un guardia te mira, es solo para cagarte a palos.
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